
‘Me dijo que aceptaba mi sexualidad: Hoy apoya a VOX’
Soy un chico gay más, uno de tantos otros. Probablemente con una vida muy parecida a la que tú puedas tener. He estudiado en la universidad, trabajo en una oficina con un salario medio, tengo amigos y no soy adicto a las drogas ni cuento con ningún antecedente penal. Soy, un chico «estándar». Criado en una familia de clase media, con un predominio de la referencia paterna. Me he criado en una familia donde se sobreentiende que mi historia de vida debe honrar a los ideales de mi padre. Donde se sobreentiende que mi historia es la continuación de su historia, o incluso que mi identidad debe ser la supervivencia de la suya. Hoy soy adulto y me he dado cuenta de que mi vida es la continuación de la vida de un hombre machista y homófobo.
En mi infancia he presenciado conversaciones de sobremesa en donde mi padre o mis tíos han recordado con humor cómo se burlaban de algún que otro «maricón» durante su infancia en el colegio. Y, bueno, yo mismo no he tenido una infancia agradable, porque ya desde pequeño mi padre me dejó bien claro (de forma indirecta.o directa) que yo no formo parte de la normalidad. Ese mensaje quedó fortalecido por el que me enviaba la sociedad, que, de hecho, así me lo corroboraba día a día. Cuando iba al colegio sufría bullying por parte de mis compañeros, a veces incluso por parte de mis profesores, y al llegar a casa, remataba el día recibiendo insultos de mi padre. No sé cuántas noches deseé morir cuando alcanzase el sueño y no despertar para así poder librarme de tener que regresar al colegio o de vivir un día más en aquel mundo. Entonces apenas tendría ¿12 años?.
En mi adolescencia me he visto obligado a engañar a otras chicas. Me he sentido una basura creando ilusiones de amor falsas a chicas adolescentes. Me he sentido asqueroso besando a una chica al tiempo que fingía que me gustaba hacerlo. He repetido lo que me enseñaron, he hecho comentarios homófobos con la esperanza de poder camuflarme y lograr sobrevivir en un mundo lleno de personas que desearían verme muerto por ser gay.
Más tarde, después de una adolescencia gris y llena de inseguridades, conseguí una beca (estudié lo suficiente para poder abandonar lo que creía que era la causa de mis males). Me marché a una ciudad tolerante, y entonces, iluso de mí, pensé que por fin ya había terminado todo. Fue entonces cuando tuve mi primer novio. Entonces me di cuenta de la verdad: Ese infierno continuaba ahí. Dentro de mí.
Homofobia interiorizada. Machismo. Maltrato hacia a mí mismo. Maltrato hacia a mi pareja. Y a esto hay que sumar lo mismo, pero desde el lado de mi, por entonces, primer novio. Él también había llegado a mí pensando que acababa de librarse del infierno de la homofobia. Y descubrió también, que ahora que había abandonado el infierno de su pasado, aquel veneno estaba dentro de él. Porque como supongo que cualquier gay o incluso prácticamente cualquier persona, él también venía de una familia machista y homófoba.
A lo largo de mi vida, a lo largo de mis parejas y a lo largo de mi evolución como ser humano, me he dado cuenta de que esa sombra nunca se irá. No. No se irá. Puede que intente moldearla, hacerla más sutil, hacerla más suave o adaptar mi mentalidad para fingir que ya no está. Pero está. Y estará. Porque los maltratos que se me han infligido por nacer tal cual he nacido, se han hecho por parte de todos los agentes de influencia que han existido a mi alcance: Padres, tíos, hermanos, amigos, compañeros, profesores, vecinos, medios de comunicación… Además, todas las agresiones han estado presentes desde que puse un pie en este mundo. Prácticamente desde el momento en que aprendí a hablar he sido maltratado. Todo mi proceso de educación y aprendizaje han estado basados en el miedo. En ocultarme. En el peligro. En la marginación.
Por mucho que lo intente, esa impronta siempre estará ahí. Porque, mi infancia y mi adolescencia, los momentos en que se desarrolla la identidad de una persona, en mi caso se podrían resumir en «Aquí no hay sitio para la gente como tú».
Este pequeño boceto de mi experiencia como niño, adolescente y hombre gay, es probablemente bastante similar a lo que cualquier gay ha vivido a lo largo de su vida. Mayor o menor bullying, mayor o menor discriminación, mayor o menor abuso. Pero estoy seguro de que entiendes a qué me estoy refiriendo.
Aunque soy consciente de que esas heridas serán muy difíciles de cerrar (si es que en realidad son posibles de curar), he decidido no tirar la toalla. Es algo que simplemente nace de mí, como una forma de supervivencia o por la necesidad de intentar dejar un mundo mejor al que yo me encontré. He decidido no volver a caer en los mismos errores. He decidido no volver a esconderme, nunca más. Pase lo que pase. He tomado la decisión de ser yo. Pase lo que pase. He decidido restablecer la dignidad que en un pasado me arrebataron saliendo del armario ante todo el mundo. Es muy difícil al comienzo. Hacerlo la primera vez es horriblemente difícil y por esta razón muchos lo retrasamos.
Sin embargo, una vez que lo hacemos las siguientes son más fluidas. Se gana práctica fácilmente porque tenemos que salir del armario de forma infinita. Persona que conoces, persona ante la que debes salir del armario. Así es y así será hasta el final de tu vida. Así que, si aún no lo has hecho, te recomiendo que empieces a practicar porque será algo que deberás hacer muchas veces a lo largo de tu vida.
Durante mi trayectoria saliendo del armario, he pasado por distintas fases.
La primera de ellas, la catastrófica: Sólo pensar en la idea de hacerlo, me provocaba sudores fríos y me envolvía una terrorífica sensación de peligro. Era un terror abstracto que no se concretaba en nada. Como una especie de premonición o un mal presagio. Era como sentirse condenado de por vida. Si supiese lo que siente un preso en el corredor de la muerte, probablemente lo identificaría con esta fase.
La segunda de ellas, la ilusa: Cuando empecé a hacerlo poco a poco, me di cuenta de que no era tan complicado. Sí, podría pasar algún momento incómodo pero nada del otro mundo. Además, todas las reacciones eran positivas. «No pasa nada. Te apoyo. No te preocupes. ¿Qué importa quién te guste si eres buena persona?», etcétera, etcétera, etcétera. En esta fase llegas incluso a dudar de tu pasado. «Si todo el mundo es tan tolerante y humano ¿cómo es posible que yo recuerde mi infancia y adolescencia como las recuerdo? Quizá exagero, quizá los tiempos han cambiado».
Y la tercera de ellas es, la fase de frío y la llamo así porque te deja congelado y con mal sabor de boca. Es la fase en la que descubres cómo una gran cantidad de esas personas, a menudo incluso familiares, en realidad, no te apoyaban tanto. A pesar de que en su momento y en muchas otras ocasiones han mostrado su versión «moderna», tolerante y «humanitaria», no te aceptan. Simplemente no lo hacen. Fingen hacerlo. Pero no lo hacen y no lo harán. Bien sea por quedar bien, por no herirte o por cualquier otra razón, pero la cuestión es que aunque digan que no, en realidad sí son homófobos. En realidad sí les incomoda que seas gay. En realidad sí desearían que fueses heterosexual. Y es en esta fase del recorrido (cuando descubres que esto se cumple con mucho de ellos), donde te preguntas si no sería mejor dejar de luchar. Pero, al mismo tiempo, descubres razones para hacerlo. No ya tanto con el resto del mundo, sino contigo mismo. Es necesario enfrentarte a ti. Preguntarte la importancia que tiene realmente la opinión de los demás. Por mucho que les quieras.
En un momento como el que estamos viviendo, en un mundo profundamente dividido y con una fractura ideológica abrupta, las caretas se caen. No tienen otra opción. Estamos en un escenario en el que los homófobos realmente no tienen otra opción que mostrarse tal cual son. Porque hay dos opciones. O cara o cruz. Ya no es posible decir «te acepto» y voto al centro derecha o centro izquierda, pero te acepto y deseo que seas feliz. No. Hoy hay que escoger o cara o cruz. O eres homófobo o eres aliado LGBT. No existen medias tintas. Y es entonces, cuando tu hermano, tu primo, tu amigo o tu padre, te dicen que VOX no es tan mal partido. Que sería bueno su mandato para la economía de este país.
¿Qué hacer cuando una persona a la que quieres te dice que apoya el pin parental de VOX para proteger a los niños? En realidad, es un trago difícil. Pero, también es una buena oportunidad de crecimiento. Hoy podemos dar gracias de estar viviendo una situación política en la que no hay sitio para la hipocresía. Al menos no para la hipocresía velada. Hoy si eres hipócrita, debes serlo a cara descubierta, porque la situación te obliga a tomar partido por A o por B. Sí. Es posible que descubras que en realidad estás rodeado de homófobos, pero, ¿acaso no es importante saber la verdad? A mí, personalmente, me ha servido para descubrir dónde me encuentro y dónde se encuentran los demás. Me ha ayudado a situarme.
Me ha ayudado a descubrir que antes estaba en una situación de ceguera que me hacía vulnerable y manipulable. He descubierto que antes hablaba abiertamente sobre mi realidad como gay con estúpida inocencia, ignorando que detrás de las palabras de apoyo y aceptación había prejuicios. Había rechazo. He descubierto que el rechazo más miserable es aquel que se viste de apoyo y tolerancia. Aquel que te juzga y te excluye en secreto, por la espalda. Y descubrir esto me ha servido para dos cosas:
La primera de ellas, tomar conciencia de que esto será así durante el resto de mi vida, pero de mí dependerá en cierto modo, que así sea el resto de la vida de otros niños y jóvenes de otras generaciones. Hoy soy consciente de que no veré el momento en que finalmente se acepte realmente a la comunidad LGBT. Lo que me resta de vida, veré una sociedad homófoba, hipócrita y discriminatoria. Oportunista, que sigue utilizando los derechos humanos para hacer negocio. O como un reclamo publicitario sinónimo de alternatividad. Y creo que lo he asumido ya. Es importante tenerlo en cuenta y aceptarlo. Aceptar la realidad. Porque, de lo contrario, estás destinado a sufrir.
Conocer esto, es doloroso, pero al mismo tiempo te ayuda a protegerte. Una de las sensaciones más dolorosas que experimenta un gay es cuando está a punto de alcanzar algo y de repente se lo quitan. Cuando está a punto de alcanzar el estatus de ciudadano de pleno derecho y de repente recibe un revés que lo pone en «su sitio», ciudadano de segunda categoría. Un «¡maricón!», cuando vas paseando por la calle. La implementación de una ley que prohíbe la adopción a hombres gays «para proteger a los niños» en cualquier país remoto. El rechazo violento de un familiar ante la Ley Trans. Son momentos concretos, a menudo duran apenas unos segundos. Pero sirven para «ponerte en tu sitio». Para quitarte las tonterías de la cabeza. Para poner los pies en la tierra. Para que te recuerdes que, naciste y morirás siendo un ciudadano de segunda. Para que no trates de vivir por encima de tus posibilidades, porque, los riesgos de que te des de bruces, son muy elevados.
¿Cómo lidiar con la hipocresía y la decepción de alguien a quien quieres?
Cuando asumes que la homofobia estará presente irremediablemente a lo largo de toda tu vida y descubres que no tienes nada que perder en la lucha porque ya partes de una situación de absoluta pérdida, entonces es como si una capa de piel más gruesa e impermeable, se extendiese alrededor de ti. Como si te hicieses más resistente a los ataques ajenos. Como si el conocimiento de tu absoluta vulnerabilidad te hiciese precisamente menos vulnerable, más valiente, con una piel más gruesa. Te has hecho más fuerte.
Pienso que el protagonismo creciente de la extrema derecha en todo el mundo y el crecimiento de la homofobia, también dentro de las familias, constituyen una oportunidad para observar. Analizar. Analizarnos y analizar a los demás. Y sobre todo, perder el miedo. Al igual que ocurre con salir del armario, al principio da mucho miedo o puede ser doloroso. Pero a partir de la tercera y cuarta vez, ya te va dando un poco más igual la reacción ajena.
Pienso que con esta fase de salir del armario, la más cruel, ocurre lo mismo. La primera vez que te rechazan o te traicionan puede dolerte. Pero la tercera y la cuarta no. Ya no. Es entonces cuando tomas consciencia de que tu opinión es la que realmente te importa. Descubres que tú eres el que dirige tu vida y quien puede guiar tus pasos. Y esa libertad, te da un poder y una sensación de plenitud irremplazables. Te hacen más resistente. Deja de existir dentro de tu interior un espacio para la decepción y el dolor. Porque, como ocurre con el virus actual, desarrollas tu propio anticuerpo.
Y entonces, solo entonces, te haces totalmente libre y realmente fuerte.
Como dijo el escritor Thomas Mann, con el tiempo, es mejor una verdad dolorosa que una mentira útil.