El chico de la curva

I

Justo cuando estaba a punto de introducir mi mano bajo el pantalón de Jason un ruido nos sobresaltó. Ese maldito profesor de biología había golpeado con sus nudillos el cristal de la ventana y nos había amenazado con revelar nuestro encuentro secreto al director del instituto, además de expulsarnos del centro por conductas obscenas. Me vi obligado a abandonar el coche y caminar durante tres manzanas bajo la lluvia para regresar al aparcamiento e introducirme en mi pobre Simca. Caminando bajo la tormenta recordé algo que empeoró las cosas. Había olvidado mi teléfono en el coche de Jason.

¿Por qué mi vida tenía que ser un infierno? Mi madre había prometido llamarme y rezaba para que no se le ocurriese hacerlo. También para que Jason no respondiese a su llamada. “Su hijo se ha dejado el teléfono en mi coche, señora Madison”. Esa sería la forma más lamentable de salir del armario. Sentía una presión horrible dentro de mi cabeza, detrás de mis ojos. Una especie de ardor trepó por mi garganta y tragué saboreando el agridulce aroma del miedo a ser descubierto. Cuando me introduje en mi coche permanecí en silencio. Las gotas repiqueteaban sobre la carrocería y el miedo seguía atenazando mi garganta así que traté de calmarme cerrando los ojos y me apoyé sobre el volante. Respiré hondo, encendí el motor y comencé a conducir.

A pesar de que había encendido la calefacción no podía dejar de temblar. Mi pelo estaba mojado. Mi ropa también. Mis pestañas estaban empapadas y casi me cegaban las pequeñas gotas que se posaban sobre ellas. Aunque el perímetro del instituto estaba prácticamente desierto y el cielo estaba encapotado por nubes negras, aún me sentía extrañamente acompañado por la presencia de Jason. Casi podía estremecerme recordando su aliento caliente en mi cuello. Sus labios devorando los míos. Se me puso la piel de gallina y me envolvió un escalofrío. Lamentaba la interrupción de nuestro encuentro. 

“Jodido profesor Crow”, dije en voz alta apretando los dientes. “Te veré en el infierno hijo de puta”, agregué accionando el claxon cuando su coche sobrepasó al mío.

Si me daba algo de prisa lograría llegar a tiempo para evitar que la maldita llamada telefónica se produjese. Aceleré fijando la mirada en la carretera más allá de la lluvia. Bajo la tormenta, los árboles se deformaban adoptando extrañas formas, pero el horizonte estaba libre de cualquier presencia, así que decidí aumentar la velocidad. Aunque lo evité, no logré deshacerme de aquel mal presentimiento y el aburrido camino en línea recta no me ayudaba a distraerme. ¿Y si el jodido profesor hablaba más de la cuenta? Mi vida se habría acabado. ¡Ahhhhh! Grité a pleno pulmón. ¡Joder, joder, joder! 

Retiré mi mano del volante y encendí la radio. Pero emitía ruido. La señal se distorsionaba con interferencias mientras, lejos, la canción Gold de Spandau Ballet se escuchaba entrecortada. Volví mi mirada hacia el aparato tratando de sintonizar. Los truenos comenzaron a rugir. Los relámpagos dificultaban aún más las cosas.

A veces, mi radio se comportaba de forma extraña. Perdía la referencia de las emisoras y tenía que volver a buscarlas cuidadosamente pero, aquel Simca tenía más de doce años. Era un milagro que aún continuase funcionando y sabía que no podía exigirle demasiado. En realidad era cuestión de paciencia. Deseaba lograr arreglar aquel cacharro que tenía por radio antes de que la canción terminase.

Tony Hadley era mi cantante favorito y aquella canción la más esperada de 1986. ¡No me falles! recé mientras giraba la manivela. Entonces un estruendo me sobresaltó. Algo había impactado contra la luna de mi coche. Salí despedido violentamente contra el respaldo de mi asiento. Dirigí mi mirada al frente lamentando mi descuido y vi un cuerpo sobre el cristal. Aspiré una bocanada de aire mientras mi corazón golpeaba mi pecho. Mis venas comenzaron a arder y sentía mi sangre recorriéndolas a través mis muñecas. Dios mío, había matado a alguien. Frené en seco y mi rostro impactó contra el volante.

Después de la sacudida, sentí un reguero de sangre deslizándose desde mi nariz y resbalando por mis labios. No percibí la gravedad de la hemorragia hasta más tarde, cuando mi jersey comenzó a calentarse por el calor que despedía mi propia sangre. En esos momentos estaba absorto en otra cosa: El rostro de aquel chico que me miraba desde el cristal.

Los relatos que componen la sección de terror pertenecen a un usuario que colabora con esta web (Frank Heimann). Los derechos de difusión o edición no son de esta web y sólo le pertenecen a él. No está permitido distribuir sus contenidos sin permiso expre

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