
La visita del profesor
Las partículas de pigmento se dispersaban entre sus dedos y formaban migas de tonos caoba alrededor del retrato. Sus ojos se mantenían fijos, clavados en el papel, sobre el rostro de aquel hombre que había ocupado sus pensamientos durante toda la noche. Se preguntaba si en algún momento sería capaz de alcanzar la verdad y por fin descubrir quién era realmente James. Si era, como trataba de hacerle creer, un profesor de universidad. También necesitaba saber qué se ocultaba detrás de su mirada inquieta y de sus continuos y repentinos cambios de conversación. Había algo. Había algo que no cuadraba en su comportamiento. Era como si hubiese evitado pronunciar ciertas palabras cuando se habían encontrado por primera vez esa misma tarde a la salida de clase. Como si de alguna manera, ese tal James, se sintiese amenazado y temiese delatar algún aspecto oculto de su vida.
Henry interrumpió el movimiento de sus manos y retiró el lápiz de color caoba con el que había estado tratando de emular la intensidad de su mirada. Sí, lo había logrado, y aún a través del papel, aquella forma de mirar conseguía despertarle cierta inquietud.
Se preguntaba por qué le había abordado al salir de clase. No podía quitarse de la mente aquel olor masculino que le había impregnado al instante de verlo, imponiéndose sobre él y haciéndole sentir de inmediato cierta timidez. Y es que James, era un hombre que había logrado despertar su curiosidad desde el primer momento. Su figura dejaba entrever el paso del tiempo, pero aún se mantenía robusto y fuerte. Debía sobrepasar con creces los cuarenta y cinco años, quizá superaba los cincuenta. Su bigote le daba un aire clásico que era subrayado por los surcos de arrugas especialmente visibles alrededor de sus ojos. Sus facciones eran duras. Su mandíbula prominente destacaba casi tanto como sus gruesas y pobladas cejas, capaces de intensificar el poder seductor de su mirada.
Pensar en el señor James y reparar minuciosamente en cada uno de los detalles de su cincelado rostro y su portentoso cuerpo le despertaba una suerte de excitación prohibida. Nadie podría imaginar que un hombre tan mayor como él y probablemente casado (le había visto un sencillo anillo de oro en la mano izquierda que casi con toda seguridad se trataba de una alianza), podría haber despertado en él unas emociones tan intensas como clandestinas.
Observó aquel dibujo y comenzó a enriquecer aquel boceto con todos los detalles que aún guardaba detrás de su retina. Cerró los ojos y dejó caer su espalda sobre el respaldo de la silla. Alimentó su imaginación. Se deleitó recomponiendo la imagen de aquel hombre, recordando la gravedad de su voz. Sus ademanes autoritarios que supuraban en cada expresión, gesto o mirada de forma involuntaria y natural. Recordaba el enorme tamaño de sus manos y el vello que poblaba su área dorsal. Estaba seguro de que su torso también debía ser peludo.
No pudo soportarlo más. Necesitaba imaginar qué se ocultaba debajo de su ropa. Imaginó tratando de ceñirse lo máximo posible a la realidad, prestando atención a todos aquellos detalles que había podido percibir del señor James al tenerlo tan cerca. Recordaba su torrente de voz hablándole de forma directa, impregnado de arrogancia y de una seguridad que sólo podía aportar el paso de los años y la experimentación de una larga e intestable vida. Aquel hombre debía haber vivido muchas experiencias y eso incrementaba su admiración por él, que en aquellos términos de la noche, ya había evolucionado a casi el fanatismo.
Le deseaba, deseaba que estuviese allí, ahora mismo. Deseaba escuchar su voz. De repente, un estruendo sobrecogió a Henry. Era el disonante timbre de su estudio unipersonal. Alguien estaba llamando a la puerta.
El señor James le había prometido visitarle esa misma noche, para, según él «hablar de una forma más discreta». Inmediatamente se dirigió hacia la puerta y observó por la mirilla. Pudo ver su semblante serio e imponente y de repente reparó en aquel dibujo. Rápidamente se dirigió a su mesa. Lo escondió dentro de una carpeta. Se giró y volvió a dirigirse hacia la entrada, no sin antes ocultar la enorme erección que aquel dibujo empapado de fantasías le había provocado.
Al abrir la puerta no pudo evitar mostrar una actitud sumisa, que aunque era poco propia en él, estaba totalmente condicionada por el influjo de aquel hombre.
— Disculpe el retraso señor James, estaba en el baño.
Aquel hombre le respondió con una mirada condescendiente.— ¿Puedo pasar? — Henry se hizo a un lado y cerró la puerta a las espaldas del señor James, ya en el interior. Ese olor duro y masculino había vuelto a impactar contra él reavivando sus instintos prohibidos.
Una vez dentro, James se deshizo de su abrigo dejándolo caer sobre la cama de Henry. Con aquel hombre en su interior, que superaba el 1,85, aquel minúsculo estudio parecía aún más pequeño de lo que en realidad era.
— ¿Puedo preguntarle qué era eso que deseaba hablar de una forma «más discreta»? — Dijo Henry dando los pocos pasos que lo separaban de él.
— No te había visto nunca antes en este barrio. ¿Eres nuevo?
— Sí. La semana pasada llegué a San Francisco.
— ¿Estás solo en la ciudad? — Respondió con una mirada que recorrió de arriba a abajo al joven de una forma casi inquisitiva.
— Temporalmente. Es probable que dentro de dos meses me mude con un amigo. Robert. Él está en la universidad, pero es probable que abandone su residencia de estudiantes. Está cansado de la comida que sirven allí y de no tener intimidad.
— ¿A quién no le gusta la intimidad, eh? — Dio un paso, invadiendo el espacio de Henry, que a su vez le miraba diez centímetros más abajo, con visible inseguridad. Pudo sentir el aliento de aquel hombre chocando contra sus labios. Se sentía totalmente dominado por él.
— Supongo que a todos nos gusta. — No pudo evitar que su rubor se hiciese visible.
El señor James extendió sus enormes brazos y rodeó al joven con ellos. Posó sus manos entrelazadas en las caderas del joven y entonces, le besó. Henry respondió de inmediato con un beso apasionado, desbocado y torpe.
— Desnúdate. — Respondió aquel hombre con un tono despótico.
Acató sus órdenes de inmediato y se quitó tembloroso el jersey de lana azul marino que había estrenado esa misma mañana. Debajo de él se reveló una figura lampiña y rosada, casi parecía de porcelana. Arrojó la prenda sobre su cama y volvió a besarle, esta vez de una forma más desenfrenada si cabía, al tiempo que se deshacía de sus zapatos y sus caquis color crema.
— De rodillas. — Volvió a exigir, esta vez con una mayor brusquedad.
Henry se arrodilló al tiempo que se dirigía a la entrepierna de aquel dictador. Descubrió pronto una protuberancia ampliamente visible bajo sus pantalones vaqueros y se decidió a bajar la cremallera. Había intentado quitarle los pantalones, pero aquel hombre se lo impidió con un golpe seco, algo que le causó una extraña excitación.
Nunca había practicado sexo oral, de hecho, nunca había practicado sexo. Sin embargo, sus movimientos no eran torpes. Su actitud errática y tímida se había desvanecido y ahora la pasión y el apetito se habían apoderado de él. Las manos de aquel señor se habían posado sobre su cabeza, marcando el ritmo de los movimientos y ejerciendo cierta presión. El ritmo fue incrementando su velocidad e intensidad. Henry sentía que estaba en un sueño. Definitivamente, aquello no podía ser verdad.
Aunque no podía ver el rostro de aquel atractivo profesor ni apenas oírlo, (éste guardaba un silencio interrumpido levemente por una respiración entrecortada) pudo imaginar su expresión de placer. Poco a poco las manos de aquel hombre fueron relajándose y cediendo el control al joven. Henry sintió cómo retiraba una de las manos de su cabeza, y trato de mantener el ritmo. De repente, un sonido extraño y metálico le alertó. Aquel hombre tenía algo en su mano.
Elevó la mirada y vio una pistola apuntándole a la cabeza. Sólo acertó a decir «Oh, no, por favor, no. Por favor, por favor. No, oh, no». Aquel hombre apretó el gatillo y la bala impactó en el cráneo de aquel joven matándolo en el acto. La pared repleta de manchas, el joven tumbado sobre la moqueta de su minúsculo apartamento despidiendo un río de sangre negruzca y James, si es que aquel hombre en realidad se llamaba así, terminó sus tareas pendientes, se lavó las manos en el fregadero de aquella minúscula semi cocina y desapareció silbando su canción favorita de Tchaikovsky: Obertura, 1812.
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